Estaba allí, de pie sobre la colina,
y al fondo ardía Sbodonovo. Estaba allí, pequeño y gris con su capote
de cazadores de la Guardia, rodeado de plumas y entorchados, gerifaltes y
edecanes, maldiciendo entre dientes con el catalejo incrustado bajo una
ceja, porque el humo no le dejaba ver lo que ocurría en el flanco
derecho. Estaba allí igual que en las estampas iluminadas, tranquilo y
frío como la madre que lo parió, dando órdenes sin volverse, en voz
baja, con el sombrero calado, mientras los mariscales, secretarios,
ordenanzas y correveidiles se inclinaban respetuosamente a su alrededor.
Sí, Sire. En efecto, Sire. Faltaba más, Sire.
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