El Oro del Rey
Cerré el libro y miré a donde todos
miraban. Después de varias horas de encalmada, el Jesús Nazareno se
adentraba en la bahía, impulsado por el viento de poniente que ahora
henchía entre crujidos la lona del palo mayor. Agrupados en la borda del
galeón, bajo la sombra de las grandes velas, soldados y marineros
señalaban los cadáveres de los ingleses, muy lindamente colgados bajo
los muros del castillo de Santa Catalina, o en horcas levantadas a lo
largo de la orilla, en la linde de los viñedos que se asomaban al
océano. Parecían racimos de uvas esperando la vendimia, con la
diferencia de que a ellos los habían vendimiado ya.
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